Fin

Estaba cansada, era lo único que tenía claro a esas alturas. Cansada y atrapada en esa vida que no había elegido. ¡Vida! No pudo evitar que una sonrisa blanquísima y áspera se le escapara ante esa fina ironía. Existencia, quizá. Siempre había existido, aunque ya ni recordaba cuándo había sido el principio. Siempre era demasiado tiempo para que una puediera retener en la memoria los detalles de un comienzo envuelto en niebla. Una cosa que sí sabía era que constantemente había sido triste. Y siempre triste era demasiada tristeza. Más de la que podía soportar.
Suspiró y buscó una túnica limpia para empezar un nuevo día de trabajo. Uno tras otro, tras otro. No había descanso para ella. Nunca lo había habido. Era algo que asumía que no se podía permitir aunque no por ello dejaba de ser asfixiante. Tenía que estar en un lugar y luego en uno diferente en la otra punta del mundo y habitualmente en millones de sitios a la vez. Tan rápida era. Pero no era eso lo que la agotaba. Si al menos la recibieran de otra forma... Sin embargo, siempre había tristeza a su paso. Tristes los que se iban con ella o tristes los que se quedaban atrás. Muchas veces había lágrimas; otras era peor y el dolor no afloraba pero se quedaba dentro, devorando el alma como una culebra envenenada que dejaba a las personas tan rotas que cuando llegaba su turno ni siquiera se daban cuenta. Era tan devastador que se le hacía un nudo en la garganta cada vez que se cruzaba con uno de aquellos cuerpos sin espíritu.
La tela era suave y ligera, negra como las mismísimas entrañas del universo. Se cubrió con ella su cuerpo frágil y blanco, reluciente bajo la luz helada de la luna. Se la ciñó a la cintura con cuidado y se echó la capucha por encima de la cabeza para tapar su rostro. Muchos decían haberlo visto en algún momento; sin embargo, quienes realmente lo veían ya no se lo contaban a nadie. Y es que casi todos la habían rozado alguna vez, aunque la mayoría no llegaba a darse cuenta en absoluto. Solían hablar de Golpes de Suerte, Ángeles de la Guarda, Milagros o Destino pero lo cierto era que, por mucho que se le acercaran, ella nunca se llevaba a nadie antes de que fuese el momento que le correspondía. Ésa era otra máxima de su trabajo: la puntualidad. Jamás se retrasaba, jamás se adelantaba, aunque era algo que parecía sólo saber ella y en ocasiones la acusaban injustamente de haber llegado antes de tiempo. A veces hasta le recriminaban haberse demorado demasiado. La cuestión era quejarse de ella. Eso también la ponía triste.
Algunos iban en su busca sin disimulo, pero aquello tampoco era buena noticia. Detrás de cada uno de los que intentaba alcanzarla había alguna desgracia o miseria que justificaba esa búsqueda. De todas formas, ella sólo los dejaba acompañarla si era la ocasión adecuada. Por eso había quien no se explicaba cómo, después de tanto ir a su encuentro, aún no había dado con ella. No comprendían que ellos no tenían nada que decidir. Siempre le había parecido divertida la soberbia de los mortales.
Dio una rápida vuelta sobre sí misma delante del espejo. Tenía tantos nombres como lenguas habían existido en el mundo pero cuando llegaba siempre la llamaban con un aliento. El último. Cogió la guadaña reluciente y salió un día más. Conocía los nombres, los lugares, el minuto y el segundo exacto. Lo único que le era desconocido eran las personas, su situación, su reacción. Pero el sabor amargo que dejarían en su memoria lo podía degustar antes de llegar a ellas. ¿Por qué siempre estaban tristes? Les había sido concedido el mayor de los dones, la finitud, y muy pocos sabían apreciarlo. ¿Por qué siempre esperaban hasta el mismo final para arrepentirse de todas las cosas que no habían hecho, de los errores que sí habían cometido, de las palabras que nunca se atrevieron a decirles a otros? ¿Por qué esos estúpidos humanos no hacían todo esas cosas mientras podían y se limitaban a recibirla con valiente y serena aceptación? La Muerte negó con desaprobación. Soberbios y ridículos mortales. Se pasaban su ínfima existencia creyéndose eternos y cuando ella llegaba siempre suplicaban un poco más. No entendían que jamás concedía prórrogas. No era su problema que no supieran aprovechar su tiempo, ella tenía una misión que cumplir. Y nunca había fallado, por mucho que el siguiente se creyera el amo del mundo.
Su ruta transcurrió como de costumbre. Súplicas, lágrimas, rabia, dolor en millones de lugares al mismo tiempo. Así de rápida era. Un día más para ella, un día menos para ellos. No creía que nada pudiera variar, hasta que la vio. Sabía que se llamaba Zoe, que la encontraría en el alto sillón orejero de su casa, enfrente de la ventana que daba al mar. Sabía que se la llevaría con ella a las dos y treinta y dos minutos y diecisiete segundos de la madrugada. Pero había algo que no esperaba.
—¿Por qué sonríes? —Susurró con su aliento frío cargado de extrañeza—. ¿No vas a pedir quedarte un poco más? ¿O quieres venir conmigo para huir de algo malo?
Zoe la miró sin verla y su largo cabello blanco reflejó toda la plata de la luna. Siguió sonriendo.
—¿Para qué voy a pedir unas migajas más? Hice todo lo que pude, intenté todo lo que quise hacer, hice reír, me hicieron llorar... No siempre fue la mejor vida, pero fue mía, fueron mis errores, mis alegrías. Y no dejé que nadie me dijera cómo vivirla por mí. No huyo de nada. Pero hasta las buenas historias deben tener un final.
Ella también sonrió. Extendió su mano blanca y notó el calor de Zoe revolotear a su alrededor como un trillón de luciérnagas brillantes en la oscuridad.
Malditos y absurdos humanos. Todavía la conseguían sorprender.
Suspiró y buscó una túnica limpia para empezar un nuevo día de trabajo. Uno tras otro, tras otro. No había descanso para ella. Nunca lo había habido. Era algo que asumía que no se podía permitir aunque no por ello dejaba de ser asfixiante. Tenía que estar en un lugar y luego en uno diferente en la otra punta del mundo y habitualmente en millones de sitios a la vez. Tan rápida era. Pero no era eso lo que la agotaba. Si al menos la recibieran de otra forma... Sin embargo, siempre había tristeza a su paso. Tristes los que se iban con ella o tristes los que se quedaban atrás. Muchas veces había lágrimas; otras era peor y el dolor no afloraba pero se quedaba dentro, devorando el alma como una culebra envenenada que dejaba a las personas tan rotas que cuando llegaba su turno ni siquiera se daban cuenta. Era tan devastador que se le hacía un nudo en la garganta cada vez que se cruzaba con uno de aquellos cuerpos sin espíritu.
La tela era suave y ligera, negra como las mismísimas entrañas del universo. Se cubrió con ella su cuerpo frágil y blanco, reluciente bajo la luz helada de la luna. Se la ciñó a la cintura con cuidado y se echó la capucha por encima de la cabeza para tapar su rostro. Muchos decían haberlo visto en algún momento; sin embargo, quienes realmente lo veían ya no se lo contaban a nadie. Y es que casi todos la habían rozado alguna vez, aunque la mayoría no llegaba a darse cuenta en absoluto. Solían hablar de Golpes de Suerte, Ángeles de la Guarda, Milagros o Destino pero lo cierto era que, por mucho que se le acercaran, ella nunca se llevaba a nadie antes de que fuese el momento que le correspondía. Ésa era otra máxima de su trabajo: la puntualidad. Jamás se retrasaba, jamás se adelantaba, aunque era algo que parecía sólo saber ella y en ocasiones la acusaban injustamente de haber llegado antes de tiempo. A veces hasta le recriminaban haberse demorado demasiado. La cuestión era quejarse de ella. Eso también la ponía triste.
Algunos iban en su busca sin disimulo, pero aquello tampoco era buena noticia. Detrás de cada uno de los que intentaba alcanzarla había alguna desgracia o miseria que justificaba esa búsqueda. De todas formas, ella sólo los dejaba acompañarla si era la ocasión adecuada. Por eso había quien no se explicaba cómo, después de tanto ir a su encuentro, aún no había dado con ella. No comprendían que ellos no tenían nada que decidir. Siempre le había parecido divertida la soberbia de los mortales.
Dio una rápida vuelta sobre sí misma delante del espejo. Tenía tantos nombres como lenguas habían existido en el mundo pero cuando llegaba siempre la llamaban con un aliento. El último. Cogió la guadaña reluciente y salió un día más. Conocía los nombres, los lugares, el minuto y el segundo exacto. Lo único que le era desconocido eran las personas, su situación, su reacción. Pero el sabor amargo que dejarían en su memoria lo podía degustar antes de llegar a ellas. ¿Por qué siempre estaban tristes? Les había sido concedido el mayor de los dones, la finitud, y muy pocos sabían apreciarlo. ¿Por qué siempre esperaban hasta el mismo final para arrepentirse de todas las cosas que no habían hecho, de los errores que sí habían cometido, de las palabras que nunca se atrevieron a decirles a otros? ¿Por qué esos estúpidos humanos no hacían todo esas cosas mientras podían y se limitaban a recibirla con valiente y serena aceptación? La Muerte negó con desaprobación. Soberbios y ridículos mortales. Se pasaban su ínfima existencia creyéndose eternos y cuando ella llegaba siempre suplicaban un poco más. No entendían que jamás concedía prórrogas. No era su problema que no supieran aprovechar su tiempo, ella tenía una misión que cumplir. Y nunca había fallado, por mucho que el siguiente se creyera el amo del mundo.
Su ruta transcurrió como de costumbre. Súplicas, lágrimas, rabia, dolor en millones de lugares al mismo tiempo. Así de rápida era. Un día más para ella, un día menos para ellos. No creía que nada pudiera variar, hasta que la vio. Sabía que se llamaba Zoe, que la encontraría en el alto sillón orejero de su casa, enfrente de la ventana que daba al mar. Sabía que se la llevaría con ella a las dos y treinta y dos minutos y diecisiete segundos de la madrugada. Pero había algo que no esperaba.
—¿Por qué sonríes? —Susurró con su aliento frío cargado de extrañeza—. ¿No vas a pedir quedarte un poco más? ¿O quieres venir conmigo para huir de algo malo?
Zoe la miró sin verla y su largo cabello blanco reflejó toda la plata de la luna. Siguió sonriendo.
—¿Para qué voy a pedir unas migajas más? Hice todo lo que pude, intenté todo lo que quise hacer, hice reír, me hicieron llorar... No siempre fue la mejor vida, pero fue mía, fueron mis errores, mis alegrías. Y no dejé que nadie me dijera cómo vivirla por mí. No huyo de nada. Pero hasta las buenas historias deben tener un final.
Ella también sonrió. Extendió su mano blanca y notó el calor de Zoe revolotear a su alrededor como un trillón de luciérnagas brillantes en la oscuridad.
Malditos y absurdos humanos. Todavía la conseguían sorprender.